Por: Victoria Martínez
Hombre mirando al sudeste (1986) la conseguí en un departamento solitario por el Metro La Raza; él me la prestó sin ton ni son y sólo me dijo “tienes que verla, te va a gustar mucho”, crítica popular, a veces más atinada que cualquier especialista.
Las lágrimas de felicidad me lo indicaron todo: Eliseo Subiela una vez más había hecho latir mi corazón hasta el punto de que se me salió. Y es que, querido lector, si a usted no le conmueven las historias de poetas mortales que nos muestran su forma tan profunda y artística de morir por el amor de una prostituta (El lado Oscuro del Corazón, 1992), entonces, le recomiendo irracionalmente esta segunda entrega cuyo argumento se concentra en los siguientes términos: reflexión ante la deshumanización; la nostalgia de la felicidad que pasa sin pena ni gloria; la decadencia del hombre y su condición cultural después de las guerras individuales y colectivas, tangibles e intangibles; la peligrosa locura de la civilización y la locura que hace falta exteriorizar, la que hace amar al prójimo, la bella locura.
Plagada de hermosos símbolos y líneas literarias, la estupidez humana actúa en el papel del rival y la verdad como la salvadora. Sí, como bien lo piensa, una analogía entre la condición mesiánica, útil como muletas a los humanos para formular, ambigua y sagazmente, día con día, nuestras hojas en blanco, religiosidad que al final el hombre termina por recriminar y latigar a la postre de la ciencia y la incredulidad de la divinidad.
Y va otra genialidad: un hospital siquiátrico para comprobar una vez más que, ante cualquier ficción, la realidad siempre será más sorprendente. Rantes, como un Dios inteligente, se refugia en un lugar de bellos locos con el fin de transmitir la verdad del amor y el mensaje de regresión a la raíces, necesidades verdaderas del hombre moderno, represivo y reprimido; y el Doctor, quien procura curar con su sofisticación siquiátrica, al final es el ejecutor y representante de aquel tedio deshumanizado y canalizado en los sonidos metálicos, tristes y solitarios del saxofón.
Si bien, al desgajar el filme, mientras la fe y el infortunio del hombre me envolvían, no pude evitar traer a mi mente conceptos relacionados como: cienciología o niños índigo –en referencia a Rantes, hombre-extraterrestre, como un verdadero chiflado cuya única excepción era la de expresarse muy bien; y el ángel femenino, Beatriz, quien se perdió infinita y celestialmente después de una noche de pasión con el siquiatra-.
Sin embargo, despojándome de toda contaminación dogmática e ideática, de una cosa estoy segura: después de verla, querrá abrazar al mundo con toda la bondad e inocencia con la que nos relatan, alguna vez nacimos. Querrá salir decidido y consciente de su alegórica caverna, convencido de que, ahora sí, cuando deje atrás las sombras y la penumbra, vivirá la luz liberadora como si fuera el único, como si estuviera realmente vivo.