miércoles, 29 de agosto de 2012

Hombre mirando al sudeste




Hombre mirando al sudeste (1986) la conseguí en un departamento solitario por el Metro La Raza; él me la prestó sin ton ni son y sólo me dijo “tienes que verla, te va a gustar mucho”, crítica popular, a veces más atinada que cualquier especialista. 




Y sí, me gustó irracionalmente, tal cual el carácter de la película. Mi prestador me conoce muy bien al haberme facilitado esta obra poética visual. La terminé de ver entre semana, completamente sola y pasada la media noche, tal vez por dichas condiciones, la magia me contagió más de lo debido. Me dejé llevar ante la escena del hombre “extraterrestre” dirigiendo magistralmente la enfermiza y vital Novena Sinfonía de Beethoven, ante un numeroso público que dejó su inmovilidad, su ortodoxia, su raciocinio para introducirse al mundo del sentimiento.

Las lágrimas de felicidad me lo indicaron todo: Eliseo Subiela una vez más había hecho latir mi corazón hasta el punto de que se me salió. Y es que, querido lector, si a usted no le conmueven las historias de poetas mortales que nos muestran su forma tan profunda y artística de morir por el amor de una prostituta (El lado Oscuro del Corazón, 1992), entonces, le recomiendo irracionalmente esta segunda entrega cuyo argumento se concentra en los siguientes términos: reflexión ante la deshumanización; la nostalgia de la felicidad que pasa sin pena ni gloria; la decadencia del hombre y su condición cultural después de las guerras individuales y colectivas, tangibles e intangibles; la peligrosa locura de la civilización y la locura que hace falta exteriorizar, la que hace amar al prójimo, la bella locura.

Plagada de hermosos símbolos y líneas literarias, la estupidez humana actúa en el papel del rival y la verdad como la salvadora. Sí, como bien lo piensa, una analogía entre la condición mesiánica, útil como muletas a los humanos para formular, ambigua y sagazmente, día con día, nuestras hojas en blanco, religiosidad que al final el hombre termina por recriminar y latigar a la postre de la ciencia y la incredulidad de la divinidad.

Y va otra genialidad: un hospital siquiátrico para comprobar una vez más que, ante cualquier ficción, la realidad siempre será más sorprendente. Rantes, como un Dios inteligente, se refugia en un lugar de bellos locos con el fin de transmitir la verdad del amor y el mensaje de regresión a la raíces, necesidades verdaderas del hombre moderno, represivo y reprimido; y el Doctor, quien procura curar con su sofisticación siquiátrica, al final es el ejecutor y representante de aquel tedio deshumanizado y canalizado en los sonidos metálicos, tristes y solitarios del saxofón.




Si bien, al desgajar el filme, mientras la fe y el infortunio del hombre me envolvían, no pude evitar traer a mi mente conceptos relacionados como: cienciología o niños índigo –en referencia a Rantes, hombre-extraterrestre, como un verdadero chiflado cuya única excepción era la de expresarse muy bien; y el ángel femenino, Beatriz, quien se perdió infinita y celestialmente después de una noche de pasión con el siquiatra-. 

Sin embargo, despojándome de toda contaminación dogmática e ideática, de una cosa estoy segura: después de verla, querrá abrazar al mundo con toda la bondad e inocencia con la que nos relatan, alguna vez nacimos. Querrá salir decidido y consciente de su alegórica caverna, convencido de que, ahora sí, cuando deje atrás las sombras y la penumbra, vivirá la luz liberadora como si fuera el único, como si estuviera realmente vivo.







¿Cine, sexo, ficción, documental, arte?



ADVERTENCIA: No lea esto si le disgusta encontrar más preguntas que respuestas.


La semana pasada tuvo lugar en la Ciudad de México una muy interesante muestra de cine llamada “Cine y Sexo, la mirada femenina”, organizada principalmente por el colectivo Ensamble Húmedo.

Me permitiré hacer aquí un par de reflexiones a partir de un cortometraje de ficción, Share, y el documental Sisterhood, ambos realizados por Marit Östberg, directora de cine porno, periodista y destacada activista en pro de los derechos sexuales femeninos y queer. En mi opinión, la importancia de la muestra, que incluyó proyecciones, conferencias y talleres, radica en: uno, discutir desde una mirada interdisciplinaria sobre la pornografía en el imaginario sexual de la sociedad; dos, la realidad de la pornografía convencional, sus implicaciones políticas, sociales, culturales y de género; y tres, reflexionar acerca de una mirada distinta a la sexualidad y la pornografía (postpornografía) desde una visión femenina y feminista, con contenido político y generado desde el activismo.

Sobre las películas de Östberg hablaré de algo más específico, dejando ligeramente de lado la temática, para hablar de los alcances del cine de ficción y el cine documental. 


Share es un corto porno de ficción. Con una realización técnica y estéticamente pobre, nos cuenta la historia de una mujer que se atreve a superar el dolor y los celos que le causa ver a su novia con otra mujer, ¿cómo lo hace? acostándose con ellas, compartiendo el deseo, el cuerpo, el placer y el goce; entendiendo que nadie es dueño de nadie y que el amor compartido con sinceridad, el poliamor, puede hacerse realidad.



Sisterhood es un documental, sencillo en la forma pero profundo en el contenido, en el que se entrevista a las mujeres que participan en Share: tres actrices, la fotógrafa y la directora, quien por cierto, también actúa. Este trabajo, parafraseando a la directora, es una forma de explicar lo que intentó mostrar en la ficción respecto al tema del poliamor y el goce de la sexualidad; pero también es una reflexión del método, la ética, la visión artística y el discurso político que tiene Share como trasfondo. Ejemplo de esto: Östberg decide actuar en la película porque considera que sólo puede pedir que una actriz haga algo si está ella misma dispuesta a hacerlo; todo en el rodaje se decide bajo consenso; las actrices son activistas políticas en pro de los derechos sexuales de la mujer y ven su participación en la pornografía como un acto político de protesta, jamás pensando en obtener dinero. Además, opino que el documental también es una reflexión sobre la naturaleza misma del arte, donde se propone que el arte es primero acción, luego expresión.



Dicho esto, aquí vienen las preguntas: Si tiene una visión de autor y un discurso específico, en este caso político y, además, utiliza un medio y un lenguaje como el cine, que tiene posibilidades artísticas, ¿puede el cine porno llegar a ser arte? 




Es difícil que una obra contenga en sí misma toda la información del proceso creativo, así como, en este caso, la visión de la directora, la fotógrafa y las actrices; entonces ¿deberían las obras ser siempre explicadas al público mediante otro tipo de documento? De ser así, ¿quién tendría la obligación de explicar la obra, el artista o el curador (programador)? Sin duda, este contexto nos puede ayudar a entender la obra, pero ¿se puede disfrutar de la obra sin conocer este contexto? En este caso el documental explica el contexto de la obra de ficción, porque nos permite hablar de la realidad del mundo de las que intervienen en el filme; me pregunto entonces: ¿Puede el documental ser arte? ¿Pierde el cine documental su posibilidad de ser artístico si se limita a sus cualidades explicativas, a pesar de tener una propuesta de autor? ¿Es necesario que el autor de un documental interprete la realidad desde su visión para que su obra se convierta en arte?. Si el documental fuera artístico y por tanto una interpretación de la realidad ¿seguiría siendo veraz? ¿es o debe ser el arte la meta de toda obra y de todo creador?. Y por cierto ¿qué es el arte?.





Juárez (William Dieterle, 1939).






El cine de corte histórico, normalmente asociado a las superproducciones debido a la dificultad que supone transportar el pasado de alguna nación hasta el presente, ha sido, es y continuará siendo uno de los temas predilectos de la cinematografía mundial. El séptimo arte ha resuelto, en parte, el anhelo fallido que generara la máquina de George Wells a finales del siglo XIX: no hay ningún viaje físico, sólo se nos transforma en espectadores ausentes, situados fuera de la temporalidad a la que pertenecemos y con la ventaja de lo visual en movimiento que tanto envidia la historia escrita. 

Si bien no existe duda sobre la predilección de la pantalla grande a la hora registrar la historia (el cine es, en estricto sentido, una evocación de algo pasado), sí existen distintos enfoques que podrían clasificar al cine en documental y ficcional, y a éste último en ficciones “originales” y ficciones “adaptadas”, ya sea a partir de un libro, un videojuego o la historia misma de cada nación. El cine permite, además, re-crear condiciones que de otro modo sería imposible observar: ¿cómo podríamos acaso haber visto la historia del universo o la creación de otra manera que no fuera la cinematográfica?, como sucede en algunas escenas de The tree of life (Terrence Malick, 2011).


La historia nos ofrece un complejo entramado de temas y personajes que no siempre resisten a la tentación de ser interpretados y moldeados en filmes. Por ser una adaptación de la historia de México hecha en los Estados Unidos, caso curioso resulta la película Juárez (1939) de William Dieterle, producida por la Warner Bros.

Armoniosamente ambientada en el México de fines del XIX, Juárez aborda el problema del choque de una república con la instauración de un imperio. El título del filme es corto, pues omite olímpicamente a Maximiliano y Carlota, personajes protagonistas en nuestra historia y en la película misma; sin embargo la razón se intuye cuando de manera implícita y explícita se sugiere y observa a un Juárez simpatizante y en contacto —vía correspondencia— con Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos, “país defensor de la democracia y la libertad de las naciones”.

Aunque la película es la reinterpretación de un hecho histórico verdadero, se constituye más bien como una interpretación propia de la novela The Phantom Crown, cuyo tema central es el mismo segundo imperio mexicano. Existe, por tanto, un doble juego modificador: de lo realmente sucedido a la novela y de ésta al cine. 



En medio de intensos combates e intentos fallidos de acercamiento por parte de los “espurios” emperadores europeos —presentados como víctimas de Napoleón III— con el presidente mexicano, la película muestra cómo Juárez y Maximiliano intentan gobernar a México desde una república y monarquía, respectivamente. El desenlace es por todos bien sabido y cabalmente convertido en melodrama con ayuda de la canción La paloma, que era del gusto de la emperatriz.

Las curiosidades del filme no son pocas y se asoman al ojo apenas uno reconoce en los actores a los héroes que nos dieron patria. Benito Juárez, por ejemplo, representado por Paul Muni —actor austriaco criado en Chicago—, usa un peluquín al estilo Herman Monster y parece aclarar toda duda en torno al origen de la famosa frase “le hace lo que el viento a Juárez”: en ninguna parte de la película se le verá agitado y con el cabello desalineado. A John Garfield corresponde el papel de Don Porfirio en sus años mozos y la etapa como general al servicio de la república Juarista. Memorable es una escena donde Díaz, prisionero del imperio, come un elote y recibe la visita de Maximiliano, quien le propone un cese al conflicto y la instauración de un Imperio con el mismo Habsburgo al frente y Benito Juárez como su primer ministro. Finalmente, personificando a los emperadores están Brian Aherne, como Maximiliano, y la mismísima Bette Davids —quien apareciera en película importantísimas como All about Eve, o What ever happened to Baby Jane?— en el papel de Carlota.


Lejos de decir si la obra interpreta fielmente o no la historia de nuestro país, el filme tiene un notable valor cinematográfico al integrar de manera audaz un drama de la vida real en dos horas de duración. La trama alcanza tintes de tragedia al mostrar a unos emperadores quienes, comprometidos por un país al que realmente quisieron y el cual significó su acabose, quizá debieron merecer mejor suerte en el severo juicio del destino.

Juaréz le supondría a la Warner una demanda por parte Miguel Contreras Torres años después: el director mexicano antes había filmado  Juárez y Maximiliano (1933), La paloma (1937) y The mad Empress (1939), las tres sobre el mismo tema, y que obviamente funcionaran como argumento de defensa contra plagio. La disputa a final de cuentas fue ganada por la empresa estadounidense pues piénsese: ¿quién tiene los derechos sobre la historia de un país? 

Al final, las películas del director mexicano fueron compradas por la Warner y enlatadas como medida de prevención para que Juárez se perpetuara como la obra cumbre al respecto del tema. El filme tuvo un gran éxito comercial y estuvo nominada a dos premios Oscar, a la mejor cinematografía y al mejor actor de reparto, para Brian Aherne. 

Para mayor referencia del cine sobre Juárez y Maximiliano conviene acercarse a la obra fílmica de Contreras Torres que se refirió  aquí, o al texto México visto por el cine extranjero de Emilio García Riera que publican Ediciones Era y la Universidad de Guadalajara.






martes, 14 de agosto de 2012

Los tres entierros de Melquiades Estrada










No existen tantas cinematografías como culturas en el orbe, qué hermoso sería encontrar equivalencias entre el número de sociedades y el número de percepciones del mundo manifestadas a través de una película. Tristemente la realidad es otra: no todos tienen la oportunidad de expresarse por medio del séptimo arte, y quienes lo logran no siempre tienen la certeza de saber que su película llegará a ser vista.

Hablando de esta construcción de la mirada propia, es lógico pensar que cada cinematografía enaltezca —a veces de manera exagerada— las características  propias que se consideran positivas y en muchos casos se desechen las desfavorables. En menor medida existen las voces autocríticas que denuncian aquello equivocado de lo que también son parte; en Hollwood y en este último sentido, por ejemplo, tendría que hablarse de American Beauty (Sam Mendes, 1999), Gran Torino (Clint Eastwood, 2008) o Farenheit 9/11 (Michael Moore, 2008). Los tres entierros de Melquiades Estrada, película que ahora me convoca, es un caso atípico de autocrítica, tan anormal que, usando tecnicismos fílmicos, tendríamos que hablar de ella como un error de continuidad.


Los tres entierros de Melquiades Estrada es un filme mexicano-estadounidense en toda la extensión de la palabra: escrita por un mexicano (Guillermo Arriaga) y producida y dirigida en los Estados Unidos, trata el tema de la migración desde el punto de vista de quien tiene que abandonar la propia patria para ingresar a la extranjera. Victoria eterna anhelada por los mexicanos: un gringo “indocumentado” tendrá que atravesar la frontera desde el vecino país del norte hacia México —con todas las implicaciones que hacer el cruce de manera ilegal implica.

Un hecho desata toda la trama: la muerte de Melquiades. En la asignación de responsabilidades, su mejor amigo, Pete Perkins (Tommy Lee Jones, quien por cierto es el director de la película), intentará esclarecer las circunstancias de su fallecimiento y buscará que se le brinde un entierro adecuado —como si eso dignificara un poco la derrota que siempre es la muerte—; por otra parte, Mike Norton, culpable del deceso de Melquides, tendrá que resarcir en vida el daño cometido. Visto como si de un mapa cartesiano de coordenadas X y Y se tratara, el viaje que Pete realiza a México implica un descenso hacia la zona negativa —¿el infierno?— en donde conocerá cuál es el arduo camino para pasar de manera ilegal hacia otro país.

Lejos de la lectura crítica y simbólica sobre el tema de la migración, considero que el punto nodal de la trama se encuentra en la amistad entre el mexicano Melquiades y el estadounidense Pete Perkins. Este sentimiento tan fuerte es el detonante que orilla al americano a buscar el cumplimiento de la justicia y la dignificación del ritual de entierro que merece su amigo. Por medio de estos dos personajes, Guillermo Arriaga logra extinguir la frontera y la distancia que separa a las dos culturas vecinas. La amistad es presentada como un sentimiento tan fuerte que puede invertir el orden del mundo.


Reitero: simbólico y no irrelevante es el hecho de que este filme se haya rodado y producido en los Estados Unidos: con Los tres entierros de Melquiades Estrada aquella frase que habla sobre ponernos en los zapatos del otro cobra un sentido casi literal. Valdría la calificación de la película como un western moderno (la sola imagen del alguacil Pete Perkins a caballo es bastante indicativa de ello): las problemáticas de implementación de justicia en el viejo (nuevo) oeste.

De todos los trabajos cinematográficos de Guillermo Arriaga, este filme repite la forma de “complicar” la historia al no contarla en un estricto orden cronológico, aunque en mucha menor medida. No por disminuir el resto de sus multipremiados trabajos —con Iñárritu, Jorge Hernández o cuando él mismo fungió como director—, considero que en éste se presenta el trabajo más honesto y coherente. No exagero cuando afirmo que Guillermo Arriaga es uno de los mejores escritores mexicanos contemporáneos; su trabajo, más allá de la cinematografía, se extiende a obras literarias que han sido traducidas a más de una decena de idiomas, como es el caso de El escuadrón Guillotina y El búfalo de la noche. Sugiero una aproximación a la totalidad de su obra artística.



Pina de Wim Wenders (David Ornelas)






Quizá, para ser justos, tendríamos que decir que el cine documental es el espacio más libre y vanguardista del arte y la industria cinematográfica convencional. Muestras de esto hay muchas, pero permítaseme opinar aquí de una: Pina (2011), último trabajo del alemán Win Wenders sobre su compatriota, la coreógrafa Pina Bausch, quien falleció en la pre-producción del proyecto que ella misma estaba planeando.


La muerte de Pina Bausch hizo de Pina un homenaje no tanto a la vida como a la obra y al enorme genio y la profundidad intelectual y espiritual de la coreógrafa, homenajeando a la danza contemporánea como arte vivo y vital y al cuerpo como extensión expresiva del alma humana. Son los bailarines de la compañía Tanztheater Wuppertal, fundada por Pina, quienes  dan cuenta de la concepción sobre la danza que tenía su directora; dejándonos ver, de múltiples maneras, su propio universo creativo y su capacidad para penetrar y transformar el alma y la vida de cada uno de ellos. La grandeza de Pina radica en la fusión de dos genios y dos artes geniales: Wenders-Bausch, danza-cine 3D. Y es aquí a donde quería llegar.

Tengo que decir primero que no soy entusiasta del 3D (salvo algunos fragmentos de ciertas películas, como el caso del primer documental en 3D La cueva de los sueños olvidados de Herzog, que en mi opinión vale más por lo abrumador del tema que por las cuestiones técnicas), y no es mi intención discutir aquí las razones. Diré solamente que no me cuadra la realidad representada con ese volumen y esas proporciones. Dicho lo anterior, diré ahora que no existía otra manera de filmar Pina que no fuera en 3D. A pesar de la bidimensionalidad de la pantalla, las imágenes cinematográficas bien logradas no carecen, en apariencia, de volumen. La tercera dimensión que ofrece la tecnología llamada 3D representa una tridimensionalidad falsa, distinta a la real y a la del cine convencional, pero, para algunos, más espectacular e impactante, efectiva con algunas imágenes más que con otras.


Pero en Pina esa tridimensionalidad va mucho más allá de las intenciones de impacto y  espectacularidad: el 3D en Pina se vuelve recurso consciente del lenguaje cinematográfico, y Wenders parece utilizar su falsedad para explorar, de una manera totalmente distinta y desde otro ángulo, el espacio, el movimiento y la geometría en las obras de Pina Bausch. Totalmente distinta en el sentido de que no asistimos, claro está, a una representación de danza, pero tampoco, y esto es menos obvio, a una proyección de danza filmada. Asistimos a un espectáculo que revalora los alcances del cine como lenguaje y arte y que, además, nos mueve con agudeza a mirar de otro modo la danza; espectáculo que amaga, por su carácter revolucionario, con dejar de ser simplemente cine, poniendo los cimientos de un espectáculo nuevo.