miércoles, 29 de agosto de 2012

Juárez (William Dieterle, 1939).






El cine de corte histórico, normalmente asociado a las superproducciones debido a la dificultad que supone transportar el pasado de alguna nación hasta el presente, ha sido, es y continuará siendo uno de los temas predilectos de la cinematografía mundial. El séptimo arte ha resuelto, en parte, el anhelo fallido que generara la máquina de George Wells a finales del siglo XIX: no hay ningún viaje físico, sólo se nos transforma en espectadores ausentes, situados fuera de la temporalidad a la que pertenecemos y con la ventaja de lo visual en movimiento que tanto envidia la historia escrita. 

Si bien no existe duda sobre la predilección de la pantalla grande a la hora registrar la historia (el cine es, en estricto sentido, una evocación de algo pasado), sí existen distintos enfoques que podrían clasificar al cine en documental y ficcional, y a éste último en ficciones “originales” y ficciones “adaptadas”, ya sea a partir de un libro, un videojuego o la historia misma de cada nación. El cine permite, además, re-crear condiciones que de otro modo sería imposible observar: ¿cómo podríamos acaso haber visto la historia del universo o la creación de otra manera que no fuera la cinematográfica?, como sucede en algunas escenas de The tree of life (Terrence Malick, 2011).


La historia nos ofrece un complejo entramado de temas y personajes que no siempre resisten a la tentación de ser interpretados y moldeados en filmes. Por ser una adaptación de la historia de México hecha en los Estados Unidos, caso curioso resulta la película Juárez (1939) de William Dieterle, producida por la Warner Bros.

Armoniosamente ambientada en el México de fines del XIX, Juárez aborda el problema del choque de una república con la instauración de un imperio. El título del filme es corto, pues omite olímpicamente a Maximiliano y Carlota, personajes protagonistas en nuestra historia y en la película misma; sin embargo la razón se intuye cuando de manera implícita y explícita se sugiere y observa a un Juárez simpatizante y en contacto —vía correspondencia— con Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos, “país defensor de la democracia y la libertad de las naciones”.

Aunque la película es la reinterpretación de un hecho histórico verdadero, se constituye más bien como una interpretación propia de la novela The Phantom Crown, cuyo tema central es el mismo segundo imperio mexicano. Existe, por tanto, un doble juego modificador: de lo realmente sucedido a la novela y de ésta al cine. 



En medio de intensos combates e intentos fallidos de acercamiento por parte de los “espurios” emperadores europeos —presentados como víctimas de Napoleón III— con el presidente mexicano, la película muestra cómo Juárez y Maximiliano intentan gobernar a México desde una república y monarquía, respectivamente. El desenlace es por todos bien sabido y cabalmente convertido en melodrama con ayuda de la canción La paloma, que era del gusto de la emperatriz.

Las curiosidades del filme no son pocas y se asoman al ojo apenas uno reconoce en los actores a los héroes que nos dieron patria. Benito Juárez, por ejemplo, representado por Paul Muni —actor austriaco criado en Chicago—, usa un peluquín al estilo Herman Monster y parece aclarar toda duda en torno al origen de la famosa frase “le hace lo que el viento a Juárez”: en ninguna parte de la película se le verá agitado y con el cabello desalineado. A John Garfield corresponde el papel de Don Porfirio en sus años mozos y la etapa como general al servicio de la república Juarista. Memorable es una escena donde Díaz, prisionero del imperio, come un elote y recibe la visita de Maximiliano, quien le propone un cese al conflicto y la instauración de un Imperio con el mismo Habsburgo al frente y Benito Juárez como su primer ministro. Finalmente, personificando a los emperadores están Brian Aherne, como Maximiliano, y la mismísima Bette Davids —quien apareciera en película importantísimas como All about Eve, o What ever happened to Baby Jane?— en el papel de Carlota.


Lejos de decir si la obra interpreta fielmente o no la historia de nuestro país, el filme tiene un notable valor cinematográfico al integrar de manera audaz un drama de la vida real en dos horas de duración. La trama alcanza tintes de tragedia al mostrar a unos emperadores quienes, comprometidos por un país al que realmente quisieron y el cual significó su acabose, quizá debieron merecer mejor suerte en el severo juicio del destino.

Juaréz le supondría a la Warner una demanda por parte Miguel Contreras Torres años después: el director mexicano antes había filmado  Juárez y Maximiliano (1933), La paloma (1937) y The mad Empress (1939), las tres sobre el mismo tema, y que obviamente funcionaran como argumento de defensa contra plagio. La disputa a final de cuentas fue ganada por la empresa estadounidense pues piénsese: ¿quién tiene los derechos sobre la historia de un país? 

Al final, las películas del director mexicano fueron compradas por la Warner y enlatadas como medida de prevención para que Juárez se perpetuara como la obra cumbre al respecto del tema. El filme tuvo un gran éxito comercial y estuvo nominada a dos premios Oscar, a la mejor cinematografía y al mejor actor de reparto, para Brian Aherne. 

Para mayor referencia del cine sobre Juárez y Maximiliano conviene acercarse a la obra fílmica de Contreras Torres que se refirió  aquí, o al texto México visto por el cine extranjero de Emilio García Riera que publican Ediciones Era y la Universidad de Guadalajara.






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